Nicolás Lizama
El primer jefe que tuve, era un tipo cascarrabias. Era un personaje con un largo camino recorrido y por lo tanto se sabía casi todos los secretos que encierra el periodismo. Era un fulano tosco que sonreía muy poco. Cuando soltaba una carcajada –cada que moría un judío-, en la redacción había fiesta interminable.
Cuando soltaba un rugido, que era el pan de cada día, temblabamos todos. Sabíamos que ese era el preludio a una severa reprimenda. Éramos tres reporteros. De todos yo era el más “pollito”. Era al que más le asustaban esas cosas. Tenía poco tiempo en la actividad, casi nada, y por lo tanto era el más vulnerable de aquel grupo de “soldados”.
El más veterano del grupo, Manuel Jesús, sabía cómo “torear” al director del semanario. Generalmente se hacía al loco aprovechando la amistad que lo unía con aquel periodista al que le encantaba asumir el papel de villano incorregible.Sin tanta formalidad le daba por su lado y eso era suficiente para que las “remojada” a él no le afectara tanto. El jefe le tenía aprecio. Jesús Manuel llevaba varios años en la reporteada y contaba con un prestigio bien ganado.
Ahí supe que en toda redacción siempre deberá haber un novato que, como el perro más flaco, siempre se le cargan las pulgas. El otro, el que se encargaba de la sección deportiva, hacía mutis. No decía ni pío. Asimilaba lo que le decían. Cuando la sesión de “pescozones” terminaba, buscaba rumbo. No sé a dónde iba. Me lo imaginaba siempre en una esquina, sollozando, como a un chamaco regañado.
Mi afán de aprender se impuso a esas ganas inmensas de mandar a la ch… al ogro que tenía como jefe.Me parecía que exageraba. Al periodismo había que disfrutarlo. Según mi entender en ese entonces, el jefe, gruñón por excelencia,hacía de la amargura un manto protector a través del cual se cobijaba.
Con el tiempo entendí que nos regañaba porque nos quería. Que su intención no era exhibirnos como neófitos, sino que nos clavaba la puya para ver cómo reaccionábamos. Terminé reconociendo que tuve suerte de tener a un jefe como aquel personaje que siempre andaba refunfuñando. Nos traía marchando como soldaditos. En aquellos días eran escasos los medios de comunicación masiva. No había tanta competencia como ahora. No era un riesgo latente el que alguien te ganara la nota.Por lo tanto siempre me pareció que exageraba.
Con el paso de los años fue creciendo mi aprecio por aquel jefe cascarrabias. Era notorio su deseo de que le salieran bien las cosas.Tres semanas bajo su férula bastaron para que aprendiera muchas cosas que de otra forma jamás hubiese asimilado.
Esa experiencia me hizo llegar a la conclusión de que los jefes gruñones son muy necesarios.Hay gente a la que la única forma de domarlas es con un látigo en la mano.
Los empleados suelen medir muy bien al jefe. Cuando saben de qué pie cojea es más fácil haraganear en la oficina.
Hoy casi no hay jefes como aquel al que yo conocí hace muchos años. Hoy ya nadie se deja. Ya nadie acepta que le jalen las orejas. Los jefes regañones ya no tardan mucho al frente de una oficina. “La unión hace la fuerza”, es un lema que adoptan los empleados y al cual se aferran para conseguir que al jefe en cualquier momento le den una patada en el trasero.
Una regla de oro para los jefes de ahora, es llevar la fiesta en paz con los empleados. Regular al ogro que llevan dentro es la premisa principal para hacer huesos viejos en algún nivel jerárquico.
Tuve un jefe gruñón en mis inicios y puedo decirles con pleno conocimiento de causa que es lo mejor que pudo haberme sucedido. Suertudo que soy, también tuve maestros rezongones en mis años escolares.Eso permitió que una bala perdida, que una piel de Judas, hoy, a la distancia, pueda narrárselos sin que los cachetes se le pongan colorados.